Tras noquear a Juan Díaz, el mexicano Juan Manuel Márquez se ciñe sus fajines de campeón del mundo. También su rostro mostraba los efectos de los golpes que le propinó su rival en los primeros compases de la pelea.
Juan Díaz, escoltado por Oscar de la Hoya y Bernard Hopkins, en la última conferencia de prensa. La pelea había concluido.
El rostro de Rocky Juárez tras su combate con el indonesio Chris John. Fue su cuarto intento consecutivo por ceñirse una corona universal que le ha sido esquiva.
El pasado sábado en la noche me fui al Toyota Center, de Houston, para cubrir las peleas entre el tejano Juan “Baby Bull” Díaz y el mexicano Juan Manuel Márquez, y entre otro tejano, Rocky Juárez, contra el indonesio Chris John.
Ambos combates se saldaron con derrotas para los púgiles locales. Márquez fulminó con un nocaut estrepitoso a Díaz en el noveno round, y John retuvo su corona pluma de la Asociación Mundial de Boxeo al empatar por puntos con Juárez, a quien quizás en Cuba recuerden por su medalla de plata en Sydney 2000.
Fue mi primera experiencia ante un evento de esa naturaleza. Vine siguiendo toda la previa de esas peleas, desde la primera conferencia de prensa de principios de enero hasta la ceremonia de pesaje del viernes pasado. Excepto a John, que se mandó un viaje de 25 horas para llegar a Houston desde su país, pude entrevistar a los otros tres, incluyendo a entrenadores y promotores. Con Juárez y Díaz (este último estudia Ciencias Políticas en la Universidad de Houston-Downtown, se graduará este año) específicamente compartí toda una sesión de entrenamientos durante casi una mañana entera en el Savannah Gym, su cuartel general, ubicado muy cerca de la sede del periódico para el que escribo.
Por eso también me sobrecogió un poco ver a Díaz liquidado en la lona a todo lo largo. Confieso que no fue fácil para mí, sobre todo en el caso del capítulo Márquez-Díaz, el más brutal de la noche, ver a dos jóvenes liados a golpes hasta sangrarles el rostro y quedar uno de los dos tirado sin fuerzas mientras el otro, con su cara igualmente hinchada, cortada y sangrante, se llevaba todos los honores y aplausos.
Pensé que hay algo de inhumanidad en todo eso. Un colega me recordó que los hombres hemos sido capaces de prohibir las peleas de gallos, pero seguimos promoviendo hechos violentos de esta magnitud.
No salí contento del Toyota Center. Muchos de los que fueron a ver las peleas tampoco salieron complacidos, pero sospecho que por razones distintas a las mías. Es sólo una intuición, corroborada en la última conferencia de prensa, después de la pelea, cuando todo tenía visos de funeral y había un silencio de muerte en la sala. Allí estaban los peleadores con lentes oscuros, para evadir la vergüenza de unos ojos amoratados y un rostro deshecho.
Ojalá mi carrera como reportero de prensa especializado en deportes, que no ha hecho más que comenzar, no me obligue a presenciar con frecuencia espectáculos como el del pasado sábado.
Fotos: M.H.M.
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