Con cierto dolor leo las confirmaciones de lo que ya era un secreto a voces: el béisbol de las Grandes Ligas estaba minado por el consumo de esteroides y hormonas de crecimiento. Antes fue el escándalo provocado por Juiced, el libro de José Canseco. Ahora son las declaraciones, los mea culpa de grandes estrellas que comienzan a caer como mangos maduros.
El manto del dopaje ensombreció la carrera de nombres imprescindibles en la historia moderna del béisbol mundial: Rafael Palmeiro, Mark MacGuire, Sammy Sosa, Roger Clemens, a quienes todavía les quedaban algunos años en el terreno. Más recientemente, Alex Rodríguez y Miguel Tejada han confesado que se dopaban o que al menos mintieron cuando dijeron que no lo hacían. Pero tal vez ninguno sufrirá más cuestionamientos que el gigante entre gigantes, Barry Bonds, el hombre --casi adolescente en la foto-- que con sus 762 cuadrangulares desplazó al mítico Hank Aaron de la cumbre de los jonroneros históricos en la Gran Carpa.
En teoría, desde el 2004 comenzaron a aplicarse castigos por dopaje en Grandes Ligas, pero hasta ahora han sido más los "tapados" que los sancionados, como reveló la cifra de 104 peloteros cuyos nombres la revista Sports Illustrated, hasta donde sé, no ha divulgado. Cuesta creer que tantas estrellas se hayan equivocado de la manera en que lo hicieron. No es una vergüenza, o al menos no en el sentido que quiere darle Bud Selig --vaya usted a saber cuánta responsabilidad tiene este hombre en todo eso, yo digo que mucha--, es algo peor, es un cataclismo de la ética.
Por eso, el dilema, antes que legal, es ético. Doparse es apelar al fraude y es entonces que la preocupación de jugadores como Lance Berkman y Roy Oswalt tiene fundamento. Los que se ganaron sus números a pulmón, sin ayuda del laboratorio, tienen derecho a cuestionar los records y hasta los multimillonarios contratos de las superestrellas que ahora reconocen sus faltas.
Thursday, February 12, 2009
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