Sunday, July 26, 2009

Del silencio como argumento (temporal)

A veces, mi hija pregunta cuándo regresaremos a Cuba. Deja caer la pregunta realmente sin imaginar la desazón que provoca en su madre y en mí. Por ahora es sólo ese “cuándo” lo que al parecer perturba un poco su cabeza. Quizá un problema mayor surja el día que incorpore el “por qué” a sus inquietudes. Hay argumentos que mi pequeña hija no puede entender aún. Es obvio que hay razones que sólo el tiempo conseguirá colocar dentro de un ser que apenas tiene siete años de vida. El miércoles pasado, día 22 de julio, fue su cumpleaños. Mi hija y yo bajamos la -a esa hora-desolada escalera del complejo de apartamentos donde vivimos y pusimos rumbo a la casa donde la cuidan. Hicimos el trayecto en silencio, yo escuchando un poco de música country en la radio del auto, mi hija mirando por la ventana todo cuanto pudiera atrapar con sus ojos. Eran cerca de las nueve de la mañana, el tráfico no era tan asfixiante. En algún lugar había leído que Houston ocupa el cuarto puesto entre las ciudades con peor tráfico en Estados Unidos. Bueno, hace apenas un año y cuatro meses yo pedaleaba una bicicleta que casi valía su peso en oro, allá, en aquel país, ustedes saben dónde. Es probable que mi hija no recuerde aquella bicicleta, en la que instalamos una pequeña silla de madera para que ella se sentara. O tal vez la recuerda, pero no la considera un elemento de importancia y poco a poco la irá borrando de su memoria. De lo que no le he hablado todavía es de los múltiples tropiezos que debió sufrir su padre por el simple hecho de no compartir las ideas políticas de los militares que han secuestrado durante medio siglo el país donde nació. Que fui silenciado como escritor y periodista y prácticamente fui expulsado del centro de trabajo por órdenes directas de la Seguridad del Estado y los funcionarios del partido único, que vienen a ser lo mismo con diferentes uniformes. No le he contado del acoso de la policía (no tan) secreta hacia todos aquellos que creemos en la democracia, el pluralismo y la libertad de expresión, y que queremos para Cuba y los cubanos los mismos derechos que nos amparan en las naciones extranjeras que nos han abierto los brazos para establecernos dentro de sus fronteras, con todos los rigores que eso implica.Todavía hay muchos argumentos que no he podido explicarle a mi hija. Quizás paulatinamente aprenda a descifrar los silencios de su padre cuando toma su mano para conducirla a un refugio de paz, lejos por suerte de la inmensa prisión en la que han convertido la tierra a la que hoy desea retornar.

Thursday, July 16, 2009

Cuarentones

Este texto que leerán a continuación fue escrito hace ya algún tiempo, pero parece de ahora mismo. Conserva la frescura de las verdades perdurables. Pertenece a una amiga a la que prefiero mantener en el anonimato, pues todavía vive en Cuba. Quizás lo hayan leído ya por ahí, pero no estaría mal repasarlo de nuevo.
La generación nacida en los sesenta cumplió, o está por cumplir, cuarenta años. En Cuba, esas cuatro décadas han definido circunstancias muy diferentes a las del resto del mundo para la fuerza técnica calificada. Los cuarentones de hoy se espantan al mirar atrás y recordar con qué promesas comenzaron su vida, y tienen terror de comparar lo que esperaron tener con lo que tienen. Diríase que han sido cuatro décadas en que la opción individual de cientos de miles ha sido una carrera desatinada hacia ninguna parte, azuzados por himnos y consignas que cada vez suenan más cascados, más obsoletos.
Desde la infancia del cuarentón de hoy, cuando vestía su almidonado uniforme de pionero y aprendía a jurar que sería como el Che, todos lo convencieron de que el futuro sería indefectiblemente luminoso. Las estrecheces de los hogares cubanos eran compensadas con la fe en ese futuro mejor.No importaban los apagones, las movilizaciones cañeras, los zapatos plásticos, el gofio como sustento infantil, si el país era una inmensa obra en construcción donde a toda hora sonaban las concreteras y los martillos, y que se iba llenando de escuelas, hospitales y viviendas. Hechos en serie, es cierto, pero que anticipaban el supuesto bienestar del futuro.
No importó tampoco que rusos, búlgaros y checos se metieran en todo y modificaran en un periquete las más criollas tradiciones de trabajo, pues a cambio inundaban el país de petróleo y tractores, camiones y ladas, pomitos de compota y películas de guerra, chícharos y maquinaria pesada con la que se construiría la industria del futuro.
Luego, y a pesar de la “hostilidad del imperialismo”, casi todos los cuarentones de hoy fueron llevados por sus padres a aquellas famosas Vueltas a Cuba, donde podían hospedarse en los mejores hoteles del país; mientras los más afortunados daban la vuelta aún más lejos, en las “giras por los países socialistas”, donde el futuro parecía brillar en todo su esplendor.
La inocencia de los cuarentones de hoy se fue perdiendo en las becas donde se libraban sórdidas batallas nocturnas y los profesores tenían odaliscas particulares. Era el tiempo de otros sacrificios: inventar un pantalón campana con tela de saco de harina, esconderse para oír la música favorita en emisoras enemigas, sobrevivir con la asquerosa pitanza servida en bandejas de aluminio, la lucha por conservar unos centímetros más de pelo, la primera afeitada con la cuchilla Gillette que le mandaron a alguien, pegada en una postal desde el país enemigo.
Detrás de las cuchillas, un buen día vino “la comunidad”. Hubo que sonreírles a señoras teñidas de rubio, fragantes y sonrosadas, que se asombraban de lo grandes que estaban los muchachos, y regalaban productos de la maldita sociedad de consumo, donde, al parecer, nadie tenía que sacrificarse tanto para asegurarse un futuro luminoso. Pero lo mejor era no pensar en cuestiones metafísicas: llegaba el momento de escoger con qué carrera cada adolescente iba a construir el futuro. Sonaba la hora de estudiar en la universidad.
Los cuarentones de hoy se vieron, de pronto, instalados en Novosibirsk o en Vladivostok, en Bakú, Tashkent o Tbilisi, estudiando especialidades con nombres insospechados en el pequeño país caribeño: Física Nuclear, Electrónica aplicada a la computación, SAD-PT y así por el estilo.
Predominaban las carreras técnicas, pues todos querían ser ingenieros o científicos para hacer que el futuro llegara más rápido. Mientras, los cuarentones de hoy que se quedaron, invadían también frenéticamente las escuelas de ingeniería y sólo unos pocos, desafiando la oleada tecnicista, hacían unos tímidos estudios sociales.
El que no iba a ser médico o ingeniero, tenía el sagrado deber de meterse en el Destacamento Pedagógico, con vocación o sin ella. ¿No era acaso lo que necesitaba la patria? Las nuevas generaciones hervían de entusiasmo, pues con una juventud casi totalmente profesional no habría país que compitiera con éste.
Pero cuando los cuarentones de hoy terminaron sus estudios, se encontraron que no había dónde utilizarlos. La mayoría de las especialidades que habían estudiado resultaban completamente inútiles, pues en Cuba aún no se podían aplicar los novedosos conocimientos adquiridos.
Los que venían de tierras distantes regresaron con sus visiones particulares del socialismo –que extrañamente no se parecían mucho entre sí–, pero compartían un status de aristócratas técnicos muy chic. Además, regresaban cargados de símbolos del futuro socialista que hacían sonreír a los que conocían el otro “futuro” (el pasado): muebles, bibelots e incluso exóticas mujeres con axilas sin depilar.
No obstante, la riqueza soñada nunca pareció más real que cuando el cuarentón de hoy empezó a trabajar en el desatinado sistema empresarial cubano. Muy pocos lograron avanzar en su especialidad: la mayoría era necesaria para dirigir con nuevas estrategias aquellas entidades donde el socialismo había ya materializado su ineficacia económica.
La “política de cuadros” y el Partido acogieron con brazos abiertos la nueva hornada de profesionales, pues la ineficacia, obviamente, se debía a la caterva de jefes veteranos que, dormidos en los cojines de sus medallas militares, no daban pie con bola en la economía política, ni en los planes quinquenales. Siguiendo el ejemplo de la gran Rusia, había que emprender la “rectificación de errores”.
Lo que nadie podía imaginarse era el vuelco total de la historia que empezó con la perestroika. Ni lo que siguió: la caída del Muro de Berlín arrastrando al bloque del Este. Y por extensión, tampoco nadie previó la onda expansiva que haría tambalearse al país caribeño en ese abismo llamado Período Especial.
Muchos cuarentones de hoy, más o menos situados, emigraron en balsa en 1994, dejando sus Ladas y su carné del Partido; el resto se quedó vegetando y se convirtió en aquella masa famélica que se lanzaba al campo a cambiar las ropas por plátanos y los zapatos por cerdos, pues para entonces ya sus hijos ocupaban el primer puesto indiscutible en el orden de prioridades de la supervivencia.
Por primera vez, la fe del cuarentón de hoy se estremeció profundamente. Las promesas en las que siempre creyó debían reconsiderarse. Del enternecedor optimismo que lo alimentaba hasta entonces, cayó en el desconcierto, la incertidumbre y el miedo.
Para colmo, la apertura de tiendas en divisas (fuera de su alcance) los condenaron a una competencia desgarradora con sus contemporáneos por descubrir y explotar algún medio de entrada de dólares, para lo cual sus estudios especializados no le servían de nada. Así, cientos de arquitectos, ingenieros y médicos fueron a servir cócteles y limpiar habitaciones en hoteles para turistas, que encontraron muy distintos de cuando, dichosos, daban la Vuelta a Cuba con sus padres y donde ahora sus propios hijos no podían entrar.
Esa época fue más oscura por la muerte de las ilusiones que por la muerte de la economía. El cubano se acostumbró a la degradación total, aun cuando la crisis se suavizaba lentamente. Los valores éticos tradicionales fueron puestos al revés como un abrigo viejo. No es extraño, entonces, que la voluntad de la nación –salvo honrosas excepciones– se aplanara a un nivel animal, de manipulación absoluta por parte del gobierno.
Y he aquí al cuarentón de hoy, que todavía lleva dentro al pionerito de pañoleta que creía en el futuro luminoso, sin saber qué decir a sus hijos adolescentes que odian la idea de estudiar en la universidad, le piden jeans de 20 dólares y sueñan, sin excepción, con ser camareros o emigrar a Estados Unidos. Su vida es un círculo vicioso de trabajo inútil, colas interminables y malabares con el salario. No puede ni tirar una canita al aire: los romances cada día son más caros.
Se desliza hacia los cincuenta sin que ninguno de sus sueños se haga realidad. Se le ponen los dientes largos cuando se entera del éxito de sus contemporáneos que lograron instalarse “afuera”.
A veces, atormentado por el insomnio, se pregunta por qué no tuvo valor para echarse al mar en una balsa y dónde fue a parar el paquete de promesas en que le enseñaron a creer. Quisiera saber para qué sirvió tanto sacrificio, tanta juventud malgastada. Le parece mentira que ya está en el futuro, en aquel futuro que imaginaba tan distinto. Es muy duro admitir que su cuota de futuros se ha agotado.
Foto: EFE

Saturday, July 4, 2009

Un bosque húmedo después de la tormenta

Hoy es el Independence Day y me he despertado preguntándome por qué escribo en este blog si apenas tengo lectores. Y peor, si apenas tengo tiempo para actualizarlo tras llegar a casa casi de noche, después de trabajar. ¿Vale la pena tener un blog que sólo puedo actualizar los fines de semana? Los poemas de Delfín Prats que me envía un amigo desde México me han sacado de estas cavilaciones. Desde que abrí esta bitácora tenía deseos de dedicarle unas líneas a la obra de este poeta cubano, amigo, ex compañero de trabajo, maltratado por la política, golpeado por la vida. Delfín había comenzado a trabajar en el Centro Provincial del Libro de Holguín hace dos o tres años con la esperanza de completar pronto el tiempo necesario para asegurarse algún retiro. Muy a pesar suyo, me consta. Pero como en la vida nada le ha resultado sencillo al poeta de El esplendor y el caos, en Cuba las leyes laborales han sido modificadas y ahora Delfín deberá esperar cinco largos años más para retirarse. Entre los escasos libros de poesía que pude traer de Cuba está un impreso (mirado con gran curiosidad por los agentes de Aduana, que finalmente lo dejaron pasar sospecho que sin entender nada) con los trece textos de Lenguaje de mudos, aquel libro vetado, convertido en pulpa y desaparecido de la superficie terrestre, que un amigo me convida a releer. Al poeta quisieron callarle la voz para siempre. Quisieron que también él se comiera sus papeles, que tragara sus versos y luego sudara consignas de hombre nuevo y futuro pluscuamperfecto. Era como purgar las palabras que contenían el pasado. Quisieron que aprendiera la lección de los nuevos tiempos. Y si no, pues que se muriera. El mañana no pertenece a los flojos. Los flojos no tienen mañana. Para los flojos no amanece nunca. En un país sin agua, ¿qué hacer con la sed?, se preguntaba Michaux. Donde prescriben el silencio no valen palabras. Te lo quitan todo. Pierdes tu condición civil, tu carta de ciudadanía. Nada puede contra tanto vacío acusatorio en la mirada de los otros. Y entonces el poeta calló. Vendió sus libros. Permutó su casa. Perdió amigos y, como de paso, algunos dientes. Adelgazó. Trabajó en cualquier cosa. Le nació una incipiente calvicie. Cambió sus papeles por bolsitas de té que mal complementan los esporádicos paquetes enviados por algún amigo en el extranjero. A veces el poeta recuerda esos graciosos trabalenguas que le escuchó algunas veces a Reinaldo Arenas, como aquel que habla de “una vida vana que vació su vanidad lejos de un bar en Varna”, y alguna que otra anécdota de una existencia demasiado en los bordes. A veces también vienen a su mente algunos versos suyos, y de otros, Esenin, por ejemplo, aquellas lecturas, aquellos años en la vieja Unión Soviética, aquellos templos majestuosos y los hombres avanzando de rodillas hasta los iconos. A veces habla de eso. Y a veces recuerda la noche habanera. A veces. Ya no hace falta romper la noche con un tremendo aullido, escribió Delfín. La poesía, qué animal extraño en un país de ajenidades. El poema suele esquivar a quienes pierden la fe y de él huyen. En tanto logos jamás neutro, la poesía también se nutre del silencio ajeno con una voracidad caníbal. Hoy, día 4 de julio, recuerdo a Delfín y me reencuentro con algunos de sus poemas. Como este, que casi me sé de memoria por las tantas veces que lo leí. HUMANIDAD Hay un lugar llamado humanidad un bosque húmedo después de la tormenta donde abandona el sol los ruidosos colores del combate una fuente un arroyo una mañana abierta desde el pueblo que va al campo montada en un borrico hay un amor distinto un rostro que nos mira de cerca pregunta por la época nueva de la siembra e inventa una estación distinta para el canto una necesidad de hacer todas las cosas nuevamente hasta las más sencillas lavarse en las mañanas mecer al niño cuando llora o clavetear la caja del abuelo sonreír cuando alguien nos pregunta el porqué de la pobreza del verano y sin hablar marchar al bosque por leña para avivar el fuego
hay un lugar sereno un recobrado y dulce lugar llamado humanidad
Foto: Kaloian Santos