Sunday, May 31, 2009

Esperanza Spalding en Houston

El viernes en la noche nos fuimos al Miller Outdoor Theater de Houston a disfrutar de un concierto de la cantante y bajista norteamericana Esperanza Spalding, que tiene muy buena página en internet. El Miller es un teatro al aire libre, de entrada libre, con una magnífica concha ubicada en pleno parque Memorial Hermann, cerca del downtown. Aquí pueden ver un video de una actuación suya, y debajo estas fotos tomadas por Martha María Montejo.
Con Carla y Vismal, española ella, boricua él, dos amigos que nos acompañaron al concierto.

Thursday, May 28, 2009

Reverso de postal

Durante varios años, recibir los libros y las cartas que desde España me enviaba Amaia Rubio fue mi único contacto con el mundo. Con cierta regularidad, cada cinco o seis meses, me llegaban aquellos envíos con retazos de su vida y siempre alguna novela o libro de ensayos por lo general de Mario Vargas Llosa, autor por el que compartíamos admiración. Había conocido a Amaia de una manera curiosa: gracias al fútbol. Resulta que un amigo recibía revistas españolas como Don Balón donde aparecían muchas direcciones de gente que declaraban sus pasiones deportivas desde cualquier parte del mundo y proponían los intercambios de los materiales más insólitos relacionados con sus equipos favoritos, la mayoría de ellos de la Liga Española. Amaia vivía en San Sebastián, Guipúzcoa --cómo olvidarlo si durante mucho tiempo fueron las únicas cartas que yo escribía-- y era fan del Athletic de Bilbao; yo vivía en Holguín, Cuba, y tenía algunas noticias de que existía el Real Madrid. Fue a principios de los años noventas, esa década tan dura para los cubanos. Mi amigo se carteaba con aficionados al fútbol de medio mundo y solía recibir camisetas de varios equipos, gorras, algunas revistas, pósters y hasta bufandas. Yo no deseaba tanto lo material, o bueno sí, libros, siempre libros, pero tampoco estaba de más explorar aquel universo negado a todos aquellos que habíamos tenido la desdicha de venir al mundo en una isla varada en el despotismo más ramplón. En una de esas revistas vi la dirección de Amaia, que resultó ser estudiante de periodismo como yo, y comenzamos el intercambio epistolar, que poco a poco derivó hacia la literatura. El tiempo y las complicaciones de la vida posterior se encargaron de alargar cada vez más el espacio entre una carta y otra, hasta que un día no llegaron más aquellos sobres amarillos (que tantas sospechas despertaban en el barrio pues ese era el color de los sobres que recibían los ganadores de la lotería de visas para Estados Unidos) ni libros ni revistas literarias ni fotos. Mi nexo con el mundo se quebró. Amaia dejó España, se fue a la fría Dublín y entonces me llegaron sus postales con fotos de estatuas de James Joyce, tabernas irlandesas y rutas del Bloomsday. Ahora sé que mi temprana inclinación por la literatura tuvo en ella a una gran aliada, aunque Amaia quizás no lo sospechaba. Tiempo después, tras muchos meses sin tener noticias suyas, me la encontré en Facebook y le prometí este post, al que quiero agregar un poema escrito en Cuba por los años 2004 ó 2005 y que no había publicado hasta ahora.
Este es el poema, que va sin título, como todos los que conforman mi libro inédito "Posguerras": desde dublín amaia rubio envía postales libros botellas de bourbon figuras en papel que desdibujan sangran pero aduanas no cede no entiende de cercos
llegan postales con mi nombre a rayas
todo cuanto escribo hunde
todo lo que niego estalla como conchas
latas de azufre que voy reponiendo de otras ferias
cómo hago para no sentarme a escribir materias sino posar para estas fotos
confusión y estío
confusión y hastío
pero siempre confusión
las postales de dublín se llamará la novela de su vida pero mejor es vagar por surcos por jirones de piel por huellas de ociosos y semejantes a náufragos abrir una vena hacia el océano como si flotaran mensajes o de una tabla húmeda brotaran volvieran los muertos que tragó el noventicuatro los lanzallamas orfebres de rojerías
aquellos graffittis sobre el agua decían no y levedades
nada para trascender / nada para que trasciendas
cuán sabio el mar de irlanda la montaña rusa esos montes bajo funiculares pero la sed subiendo el traje a rayas cables como respiraderos tubos la canción de jobim caligrafía panero yo no lo esperaba
yo no esperaba el trago amargo de un reverso de postal
herida de españa yo me invento río de sombra marginados
pura música
aire impuro.
Foto: Estatua de Joyce en una calle de Dublín, en Panoramio.

Wednesday, May 20, 2009

Un regreso (a medias)

Como se habrán percatado, hace ya varias semanas que no actualizo este blog. Diversos problemas, entre laborales, técnicos y personales, me lo han impedido. Pero confío en recuperar el ritmo, y pronto, así que no se desesperen. Por ahora, y en adelanto, los dejo con esta crónica que desde Matanzas, Cuba, me envió mi amigo Norge Céspedes, escritor y periodista, con quien compartí tantas historias de la vida real con escenarios diversos entre La Habana, Santiago de Cuba y Holguín, antes incluso de que juntos estudiáramos Periodismo allá en la Loma de Quintero. A lo mejor un día de estos me animo y les cuento algo de eso. De paso, no estaría mal dedicarle este texto a Pánfilo...
Mi carne era su carne
No podía faltarme. De pollo, vaca, cerdo, pescado, o lo que fuera, pero carne, ¡carne! Y debía estar en mi plato no dos o tres o cuatro veces a la semana, sino a diario. Cuando no ocurría así me emberrinchaba: pataleaba, lloraba, me negaba a comer otra cosa. Mi madre me criaba ella sola. Era maestra y no ganaba un salario tan alto, pero en aquellos buenos tiempos –en los años ochenta del pasado siglo, el campo socialista europeo apoyando nuestra economía– más o menos le alcanzaba para sostener mi carnívora conducta. Según mis tíos, según los vecinos más cercanos a mi hogar, se trataba de puro capricho, otro en una larga lista de caprichos (daba perreta para que me compraran un juguete nuevo, zapatos, ropa o lo que se me ocurriera), y ella tenía que poner mano fuerte, no ceder. Sin embargo, pidiera lo que pidiera, sin hacerles caso, me complacía. Padeció una infancia de mucho trabajo físico y privaciones, y pudiera ser que en respuesta a eso hubiera desarrollado cierta predisposición sicológica a no limitar mis deseos, para que yo (su único hijo) no experimentara las penurias que estropearon sus años infantiles. En lo referido a mi alimentación, era considerable su desvelo. Además de carne, en mi casa abundaban viandas, vegetales, frutas, dulces, caramelos, refrescos, batidos, helados y cuanto producto pudiera nutrir a una criaturita "necesitada" como yo (una criaturita conocida en su escuela como El gordo, El buchú, El Cara de Globo, o mediante otros tantos apodos, invariablemente referidos a mi sobrepeso). Ahora bien, por más que todas esas otras cosas me gustaran, la ausencia que bajo ninguna circunstancia yo toleraba era –insisto– la ausencia de la carne. De pollo, vaca, cerdo, pescado, o lo que fuera, pero carne, ¡carne! Si comíamos en la mesa, que estaba en la cocina, se echaba en una fuente de cristal toda la que se había preparado en esa ocasión. La servía mi madre. A veces, de modo accidental, caían gotas de salsa o de grasa en el mantel de hule; a modo de juego, solía ponerles un dedo encima. Pero la distracción apenas demoraba y enseguida me concentraba en lo fundamental: devoraba pedazo tras pedazo, y en la mayor parte de las ocasiones no me detenía hasta que dejaba la fuente vacía por completo. Si comíamos en la sala, para ver algún programa de televisión que estuvieran dando, mi madre me servía todo en un solo plato que yo, sentado en el sofá, apoyaba sobre las piernas. Cuando algo se me terminaba, enseguida preguntaba: ¿quieres más? Por lo general, quería más, sobre todo, como es fácil de imaginar, mi alimento preferido. En una ocasión, tras reclamar yo esta "segunda vuelta", mi madre dijo que lamentablemente no había más carne. “No pude cocinar bastante, la que traen a la bodega se acabó y por ahí se ha perdido en estos días, quizás mañana se consiga ya y puedas desquitarte”, me explicó, sonriendo, tratando de hacerme ver el asunto de la mejor manera. Pero a mí tal explicación no me convencía o, mejor, no me complacía, así que empleando voz angustiada le rogué que se fijara de nuevo en el sartén, a ver si quedaba algo. A ella se le aguó la mirada y dijo que no me preocupara, que enseguida revisaría y quizás yo tuviera razón. Sin que lo notara, la seguí hasta la cocina. Quería comprobarlo todo con mis propios ojos. La vi hurgar en el sartén, donde se distinguían unos restos de salsa nada más. Desconsolado, sin esperanzas, volví al sofá. Sin embargo, cuando mi madre regresó colocó ante mí una porción de carne. Una porción bastante modesta, no se podía negar, pero que sin dudas satisfaría mi voracidad de ese momento. Aunque permanecía concentrado con mi plato, algo hizo que de pronto me fijara en el plato de mi madre. En contraste conmigo, ella apenas tenía apetito. Su dieta eran unas cucharadas de esto, unas cucharadas de lo otro, y, literalmente, un pedacito de carne. Pedacito que, por cierto, no se distinguía aquella vez. Le pregunté dónde estaba y me dijo que hacía mucho rato se lo había comido. No era así. Instantes atrás, cuando ella iba hacia la cocina, yo lo había visto en su plato. No investigué más. Lo vi todo claro. ¡Mi carne, la segunda porción que me había traído, era su carne! No logré probar una cucharada más. ¿Cómo iba a hacerlo? Me puse a pensar. ¿Cuántas veces habría sucedido lo mismo, cuántas veces ella se habría quitado sus alimentos para dármelos todos a mí, sin que yo –enceguecido por mi voracidad egoísta, inhumana– me fijara? Mi madre se extrañó al ver lo ensimismado que estaba, y sin el incontenible apetito que anteriormente había demostrado. “¿Qué pasa, qué pasa?”, quiso saber y yo, como respuesta, luego de poner mi plato encima del sofá, me le abracé al cuello. “¿Qué pasa, qué pasa, qué está pasando?”, preguntaba, y yo no podía decirle nada, solo me le apretaba más y más y sentía que empezaban a salírseme las lágrimas.
Foto: Tomada de Flickr