Wednesday, May 20, 2009

Un regreso (a medias)

Como se habrán percatado, hace ya varias semanas que no actualizo este blog. Diversos problemas, entre laborales, técnicos y personales, me lo han impedido. Pero confío en recuperar el ritmo, y pronto, así que no se desesperen. Por ahora, y en adelanto, los dejo con esta crónica que desde Matanzas, Cuba, me envió mi amigo Norge Céspedes, escritor y periodista, con quien compartí tantas historias de la vida real con escenarios diversos entre La Habana, Santiago de Cuba y Holguín, antes incluso de que juntos estudiáramos Periodismo allá en la Loma de Quintero. A lo mejor un día de estos me animo y les cuento algo de eso. De paso, no estaría mal dedicarle este texto a Pánfilo...
Mi carne era su carne
No podía faltarme. De pollo, vaca, cerdo, pescado, o lo que fuera, pero carne, ¡carne! Y debía estar en mi plato no dos o tres o cuatro veces a la semana, sino a diario. Cuando no ocurría así me emberrinchaba: pataleaba, lloraba, me negaba a comer otra cosa. Mi madre me criaba ella sola. Era maestra y no ganaba un salario tan alto, pero en aquellos buenos tiempos –en los años ochenta del pasado siglo, el campo socialista europeo apoyando nuestra economía– más o menos le alcanzaba para sostener mi carnívora conducta. Según mis tíos, según los vecinos más cercanos a mi hogar, se trataba de puro capricho, otro en una larga lista de caprichos (daba perreta para que me compraran un juguete nuevo, zapatos, ropa o lo que se me ocurriera), y ella tenía que poner mano fuerte, no ceder. Sin embargo, pidiera lo que pidiera, sin hacerles caso, me complacía. Padeció una infancia de mucho trabajo físico y privaciones, y pudiera ser que en respuesta a eso hubiera desarrollado cierta predisposición sicológica a no limitar mis deseos, para que yo (su único hijo) no experimentara las penurias que estropearon sus años infantiles. En lo referido a mi alimentación, era considerable su desvelo. Además de carne, en mi casa abundaban viandas, vegetales, frutas, dulces, caramelos, refrescos, batidos, helados y cuanto producto pudiera nutrir a una criaturita "necesitada" como yo (una criaturita conocida en su escuela como El gordo, El buchú, El Cara de Globo, o mediante otros tantos apodos, invariablemente referidos a mi sobrepeso). Ahora bien, por más que todas esas otras cosas me gustaran, la ausencia que bajo ninguna circunstancia yo toleraba era –insisto– la ausencia de la carne. De pollo, vaca, cerdo, pescado, o lo que fuera, pero carne, ¡carne! Si comíamos en la mesa, que estaba en la cocina, se echaba en una fuente de cristal toda la que se había preparado en esa ocasión. La servía mi madre. A veces, de modo accidental, caían gotas de salsa o de grasa en el mantel de hule; a modo de juego, solía ponerles un dedo encima. Pero la distracción apenas demoraba y enseguida me concentraba en lo fundamental: devoraba pedazo tras pedazo, y en la mayor parte de las ocasiones no me detenía hasta que dejaba la fuente vacía por completo. Si comíamos en la sala, para ver algún programa de televisión que estuvieran dando, mi madre me servía todo en un solo plato que yo, sentado en el sofá, apoyaba sobre las piernas. Cuando algo se me terminaba, enseguida preguntaba: ¿quieres más? Por lo general, quería más, sobre todo, como es fácil de imaginar, mi alimento preferido. En una ocasión, tras reclamar yo esta "segunda vuelta", mi madre dijo que lamentablemente no había más carne. “No pude cocinar bastante, la que traen a la bodega se acabó y por ahí se ha perdido en estos días, quizás mañana se consiga ya y puedas desquitarte”, me explicó, sonriendo, tratando de hacerme ver el asunto de la mejor manera. Pero a mí tal explicación no me convencía o, mejor, no me complacía, así que empleando voz angustiada le rogué que se fijara de nuevo en el sartén, a ver si quedaba algo. A ella se le aguó la mirada y dijo que no me preocupara, que enseguida revisaría y quizás yo tuviera razón. Sin que lo notara, la seguí hasta la cocina. Quería comprobarlo todo con mis propios ojos. La vi hurgar en el sartén, donde se distinguían unos restos de salsa nada más. Desconsolado, sin esperanzas, volví al sofá. Sin embargo, cuando mi madre regresó colocó ante mí una porción de carne. Una porción bastante modesta, no se podía negar, pero que sin dudas satisfaría mi voracidad de ese momento. Aunque permanecía concentrado con mi plato, algo hizo que de pronto me fijara en el plato de mi madre. En contraste conmigo, ella apenas tenía apetito. Su dieta eran unas cucharadas de esto, unas cucharadas de lo otro, y, literalmente, un pedacito de carne. Pedacito que, por cierto, no se distinguía aquella vez. Le pregunté dónde estaba y me dijo que hacía mucho rato se lo había comido. No era así. Instantes atrás, cuando ella iba hacia la cocina, yo lo había visto en su plato. No investigué más. Lo vi todo claro. ¡Mi carne, la segunda porción que me había traído, era su carne! No logré probar una cucharada más. ¿Cómo iba a hacerlo? Me puse a pensar. ¿Cuántas veces habría sucedido lo mismo, cuántas veces ella se habría quitado sus alimentos para dármelos todos a mí, sin que yo –enceguecido por mi voracidad egoísta, inhumana– me fijara? Mi madre se extrañó al ver lo ensimismado que estaba, y sin el incontenible apetito que anteriormente había demostrado. “¿Qué pasa, qué pasa?”, quiso saber y yo, como respuesta, luego de poner mi plato encima del sofá, me le abracé al cuello. “¿Qué pasa, qué pasa, qué está pasando?”, preguntaba, y yo no podía decirle nada, solo me le apretaba más y más y sentía que empezaban a salírseme las lágrimas.
Foto: Tomada de Flickr

2 comments:

  1. Muy bueno, me gusto mucho. Espero que puedas revisar mis ultimos escritos y poemas en mi sitio:

    http://carlic4.wordpress.com/

    Un abrazo,

    Carli C4

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  2. una historia asi pone a llorar a cualquiera.

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