
Maneras de estar muertos. El Mundial ya es historia para casi la mitad de los equipos. Cuando escribo esto faltan apenas dos grupos por definirse. Las mayores decepciones, no hace falta escarbar demasiado para descubrirlas: la Italia de Lippi y la Francia de Domenech, ese bribón.
Los dos protagonistas de la final del 2006 terminaron desdibujándose sobre las canchas sudafricanas, penando por sus propias miserias, más históricas que coyunturales.
Porque en el Mundial alemán un árbitro le concedió gloria prestada a la "azzurra" ante una guerrera Australia, y Francia aplastó con un par de chispazos, primero a una más que mediocre España a la que siempre ahoga el entusiasmo, y luego a un Brasil de espanto y muleta.
Y es que ambos -incluso la Francia de Jacquet de 1998- casi siempre echaron a andar moribundos, hasta que alguien viene y les tira un cabo. Pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.
Lo que viene. Una Copa tan pálida en sus inicios promete ponerse interesante a partir de octavos. Porque hay una llave que verá semifinalista a un equipo no considerado de la élite, llámese Uruguay, Estados Unidos, Sudcorea o Ghana. Y todo gracias a la Inglaterra de Capello, culpable a su modo de ese sismo de jerarquías que va siendo este torneo.
Porque no hay forma de entender -más allá de las a veces anárquicas leyes del fútbol- cómo un once que reúne a tipos como Lampard, Gerrard y Rooney deba echar mano a Jermaine Defoe para ganarles a unos cuantos obreros llegados de Eslovenia.